El Restaurante «El Emperador» está situado en los bajos del emblemático edifico habanero «El Focsa», en 17 y M. Junto con El Polinesio, era uno de mis restaurantes preferidos y que mas frecuenté en La Habana.
Tenía un ambiente elegante pero sin petulancia y al ser pequeño (unas 10 – 12 mesas) era muy acogedor y no solo por la decoración e iluminación, sino por el trato cortés y la música de buen gusto tocada al piano por Marta, la suegra de mi amigo Jorge Juan.
A principio de los años 70 el que era mi suegro me presentó a un amigo, de apellido Guevara, que era Capitán del lugar. A partir de ahí comenzamos a frecuentar el lugar un grupo de 3 o 4 parejas. Y a veces los hombres íbamos solos al bar y en muchas ocasiones solo podíamos pedir un Bull, que costaba un peso.
Llegamos a frecuentar tanto el lugar, que nos hicimos amigos de Harold, el Barman y el Fernando, el mesero.
Cuando llevábamos a alguien nuevo Fernando se acercaba sigiloso y bajito y nos preguntaba si queríamos comprar turrones, por supuesto «por detrás». Todos decíamos que sí y nos lo traía envueltos en unas servilletas que uno se metía rapidamente en el bolsillo para que nadie nos viera. Al poco rato el nuevo sentía un frio en el muslo producto de que los hielos envueltos en las servilletas se le habían derretido. La broma era un clásico del lugar.
También muchas veces matábamos el hambre pidiendo un coctel de camarones y unas Brochetas, estas últimas eran par de pedazos de carne que compartíamos entre dos cuando estábamos medio «pasmaos», que era frecuente.
Un tiempo después el restaurante se puso «por reservaciones» y poco a poco se fue poniéndo cada vez más difícil.
Yo «resolvía» con Guevara, que además era el responsable del mural del lugar y me pedía que le hiciera «unos cartelitos» con cosas del sindicato. Se los llevaba, entraba por la cocina, le entregaba el cartel y él siempre me invitaba a probar algo de lo que estaba cocinando el cocinero de apellido Corcho, que había salido por varios años el mejor cocinero en unas competencias a nivel nacional.
A veces teníamos que esperar a «un chance» porque las colas de las reservaciones eran muy largas. Más de una vez comimos en el Bar porque no había mesas disponibles.
En una ocasión en que fuimos temprano, Guevara se asomó y me dijo que estaba muy dificil, que nos fuéramos y regresáramos mas tarde. Nos fuímos al Gato Tuerto y nos tomamos unos tragos.
Como a las 11 de la noche pudimos sentarnos a comer en El Emperador.
Después de unos pocos bocados me comenzó un hormigueo por todo el cuerpo y una sudoración fría. Sin saber que pasaba me levanté y fuí al baño. Martica, la esposa de Jorge Juan que estaba sentada frente a mí se dió cuenta y le dijo que yo estaba muy pálido y que fuera detrás de mí por si acaso. Cuando Jorge Juan entró al baño yo me estaba cayendo de rodillas desmayado al piso. Según mi amigo, que es médico, me había dado una Lipotimia (no voy a explicar que es, búsquenlo en Google) y me llevó al hospital (menos mal que tenía carro), me inyectó Benadrilina y regresamos a la mesa que con tanto trabajo habíamos conseguido y nos sentamos a comer como si nada.
La situación con las reservaciones se puso tan dificil que poco a poco dejámos de ir.
Después vino la etapa del apartheid con los cubanos, donde los extranjeros tenían preferencia porque traían divisas.
Entonces pusieron a un señor mayor en la puerta, el portero, que se convirtió en el dueño del lugar. El poder decidir quién entraba y quién no le hizo creerse el ombligo del Universo. Una noche de Diciembre llegó una pareja al lugar y el portero decidió que el extranjero que pedía entrar podía pasar pero su acompañante, «la negra jinetera», no. La negra jinetera era la esposa y de paso era inglesa y el escándalo fue tan grande que ese fue el final del portero.
Años más tarde, a comienzos de los 90 decidí invitar al Emperador a un animador Francés de visita en el Festival de Cine. El lugar estaba lleno y bullicioso. Marta ya no tocaba el piano. Ahora estaba un grupo tradicional de guitarras, contrabajo, tumba, maracas y cantante que era demasiado para un lugar tan pequeño y para acompañar una comida. Guevara, Harold y Fernando tampoco estaban; los mojitos no sabían a nada y los revolvedores eran cucharitas de calamina. El lugar seguía teniendo cierto swing donde quizás las costuras no se veían por la baja intensidad de las luces, pero el deterioro era evidente. Lo de las cucharas de calamina como revolvedores fue ofensivo.
Hace un par de años, a pesar de las advertencias que me hicieron de que todo lo estatal era malo y las Paladares eran los lugares buenos (mejor comida, mejor servicio y etc) regresé al Emperador, con mi madre y mi hermana (me acabo de enterar de que El Emperador reabrió sus puiertas en el 2015. Cuándo habrá cerrado? Eso no lo dice el artículo de Prensa Latina).
Comimos bien, no puedo decir lo contrario, pero el lugar parecía un pueblo fantasma. No había música (aunque el piano seguía allí), y no habían comensales. Y casi no habían empleados (para qué?).
Y sentí que la historia del El Emperador bien puede ser la Historia de mi país. Claro, salvando la parte de que comimos bien.